La crisis de Brasil y la gobernabilidad regional

Por Rosendo Fraga.

La toma de la sede de los tres poderes del Estado de Brasil muestra evidentes semejanzas con lo sucedido en Estados Unidos, cuando fue tomado el Capitolio por los partidarios de Donald Trump. Junto a Bolsonaro, son dos líderes políticos hiperpersonalistas que se ubican en sus países sobre la extrema derecha y que, sin violar la constitución, muestran poco apego por la institucionalidad. Ambos tienen entre sus partidarios a grupos extremistas con predisposición a la violencia. Tanto el estadounidense como el brasileño cuestionaron los mecanismos electorales y los resultados de sus respectivas derrotas en 2020 (Trump) y 2022 (Bolsonaro). Estados Unidos es la primera democracia de Occidente por su cantidad de votantes y Brasil la segunda. Que este fuerte cuestionamiento al funcionamiento de la democracia provenga de ambos países simultáneamente, revela un malestar social importante con la política. Dos años después de haber tomado el Congreso estadounidense sus partidarios, en la elección de medio mandato Trump, aunque no tuvo el resultado deseado, logró la mayoría en la Cámara de Representantes. La reciente elección del Presidente de la Cámara -un republicano moderado- mostró el fuerte peso de la minoría republicana radicalizada en el Congreso. Ello no implica que en la elección brasileña de medio mandato que tendrá lugar en los últimos meses de 2024, Bolsonaro pueda obtener un resultado similar, pero sí es claro que estas fuerzas de extrema derecha se gestan sobre fenómenos sociales, a los cuales representan.

Regionalmente, Brasil es el país más grande de América Latina en cuanto a PBI, población y territorio, y su dirección política influye decisivamente más allá de sus fronteras. Medio siglo atrás, Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado de Estados Unidos, decía: “Donde va Brasil, va América del Sur”. Sesenta años atrás, el golpe militar brasileño cuyo gobierno se mantuvo durante veinte años, inició un periodo de predominio de gobiernos militares en América Latina. El giro hacia una socialdemocracia moderada en los ochenta en Brasil, hacia un centroderecha pragmático en los noventa y el cambio a un populismo razonable en la primera década del siglo XXI, marcaron el rumbo de la región. Hoy Bolsonaro no sólo representa un cuestionamiento al funcionamiento de la democracia en Brasil, sino también una disrupción en la cultura política brasileña del consenso, que hunde sus raíces en el siglo XIX. Hacia adelante, el desafío de Lula no estará en la institucionalidad, que no está en riesgo con la breve toma de las tres sedes de los poderes del Estado, sino en la gobernabilidad de un sistema político que hoy contiene a sectores antes ajenos al sistema político, como son el agro, los evangélicos y los partidarios de la “mano dura”. La política ha bajado a las calles, en un momento en que Brasil enfrenta un escenario económico complejo que dificulta las políticas distribucionistas. Pero este desafío de Brasil es el que enfrenta al mismo tiempo toda América Latina.

Las crisis que simultáneamente viven Perú y Bolivia al comenzar 2023 lo confirman. En el primero, la destitución del Presidente Pedro Castillo el 7 de diciembre, cuando intentó cerrar el Congreso, intervenir la Justicia y convocar una Constituyente, ha iniciado una crisis que no se ha cerrado. Los partidarios de Castillo son minoría -su nivel de aprobación al momento de su destitución era del 25%-, pero están concentrados en la región de mayor influencia indígena. En los incidentes que tuvieron lugar en diciembre se produjeron 28 muertos y centenares de heridos. La Presidenta Dina Boluarte, que sucedió a Castillo, se encuentra cuestionada y en los primeros días de enero las protestas se reanudaron, con decenas de heridos entre policías y manifestantes con epicentro en la región de Puno, fronteriza con Bolivia. Los grupos indígenas más extremistas plantean la posibilidad de un proyecto de secesión de esta región de Perú, y el ex Presidente de Bolivia Evo Morales apoya esta iniciativa, con lo cual el gobierno peruano dispuso prohibir su entrada al país. En Bolivia, a fines de diciembre, de regreso de una visita a Cuba, el Presidente Luis Arce ordenó detener sin orden judicial al gobernador de Santa Cruz de la Sierra, Luis Fernando Camacho -líder de la protesta contra la reelección de Morales a fines de 2019-, que gobierna el departamento que tiene el 30% de la población y produce el 70% de los alimentos del país. El Presidente Arce ordenó que el Ejército participe en la represión que realiza la policía contra los partidarios de Camacho, pero los militares requirieron órdenes por escrito que nunca llegaron. En Santa Cruz de la Sierra existe también un proyecto secesionista que proviene del siglo XIX. Hay quienes ven intereses del narcotráfico en ambas crisis simultáneas.

México también muestra un riesgo de gobernabilidad, pero vinculado específicamente a la amenaza del narcotráfico. El 9 de enero, el Presidente estadounidense Joe Biden visitó México -por primera vez desde que asumió- para participar en un encuentro con sus pares de México y Canadá en el marco del acuerdo comercial de América del Norte, que se va transformando en un proyecto geopolítico. Como sucediera con Trump, la agenda bilateral con México de Biden tiene dos puntos centrales: la droga y la inmigración ilegal. A comienzos de enero, el gobierno mexicano detuvo a Ovidio Guzmán -hijo del “Chapo”, el narcotraficante mexicano más importante hasta mediados de la década pasada-, quien domina el tráfico ilegal del fentanilo, la droga más letal en los Estados Unidos. La captura originó la muerte de 10 militares y 19 narcotraficantes. Hubo intensos combates con decenas de heridos. La organización de Guzmán cortó numerosas rutas y calles e impidió el funcionamiento del aeropuerto de Culiacán. El Ejército recurrió a sus helicópteros de ataque Blackhawk y los narcotraficantes operaron una flota de 26 autos blindados. Ovidio Guzmán fue detenido en el penal de máxima seguridad, del cual se fugó su padre en 2017. La Justicia estadounidense pidió la “extradición express” del hijo de Guzmán, pero la Justicia mexicana la negó. En Sudamérica, el Presidente colombiano Gustavo Petro sufrió un duro golpe al anunciar, a comienzos del año, la firma de un cese del fuego con dos grupos disidentes de las FARC, dos grupos del crimen organizado derivados de los paramilitares, y el grupo Ejército de Liberación Nacional (ELN). Al día siguiente del anuncio, este grupo mató a cuatro personas y negó haber firmado el acuerdo. Frente a esta situación, Petro se trasladó a Caracas en forma no oficial para reunirse con Maduro -Venezuela y Cuba son garantes del proceso de paz-, en busca de ayuda. Luego se trasladó a Chile, país en el cual el Presidente Boric enfrenta una crisis por el rechazo de la oposición y la Justicia a su indulto a 13 militantes de las protestas callejeras condenados judicialmente. Ello provocó una crisis que obligó a Boric a cambiar su Jefe de Gabinete y su ministro de Justicia.

En conclusión: las semejanzas entre la toma del Capitolio por los partidarios de Trump y la realizada por los de Bolsonaro a la sede de los tres poderes del Estado, confirma que hay un cuestionamiento a la democracia en Occidente; Brasil es un país decisivo para la región y en particular para América del Sur, y enfrenta un desafío de gobernabilidad que se proyecta más allá de sus fronteras; Perú y Bolivia viven respectivas crisis de gobernabilidad, con violencia en las calles y gobiernos cuestionados, con el fantasma de proyectos secesionistas; por último, México enfrenta un desafío de gobernabilidad crónico y creciente al mismo tiempo, que se ha puesto en evidencia una vez más con la detención del hijo del narcotraficante “Chapo” Guzmán.

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